Donde se me acabaron las lágrimas P2

10:45 PM


Perdí el vuelo. Sin derecho a multa ni penalización.

Perdido.

Adiós.

Boté a la basura $370.

Para quienes son ajenos a la realidad de Venezuela, la economía está tan crítica, que para ahorrar el dinero de un boleto aéreo, me tardé un año y tuve que pedir un crédito bancario.

Se entendía que mi plan era sin retorno, yo me vine a ¨quemar naves¨ como me dijo una vez un buen amigo, (si no conocen el origen de la expresión, aquí les dejo información: http://quienmotivaalmotivador.blogspot.mx/2011/04/quemar-las-naves.html) y resulta que ahora ni siquiera la ida estaba segura.

No solo tenía pánico, me sentía enormemente molesta e indignada conmigo por haber cometido un error tan estúpido. ¿Cómo me pude equivocar en la fecha del viaje? ¿Por qué no revisé mil veces el boleto y me puse a confiar en mi memoria? ¿Como boté a la basura el dinero que tanto me costó reunir? y la peor pregunta de todas: ¿es esta una señal de que no debo continuar? (No creo en casualidades, las cosas no pasan porque sí).

Regresé a casa de mi amiga (con mi cartera y las tres maletas). Y me dediqué por varios días seguidos a tener lo que definiré como una auténtica, intensa y devastadora crisis existencial, esto incluye llorar desde el momento en que abría los ojos, hasta que me quedaba dormida tarde en la madrugada.

Aquí me pongo de nuevo filosófica: todo deja un aprendizaje, y algo bueno tenía que salir de esa situación. A raíz de esos días de angustia recordé algo que ya sabía pero que por un momento había olvidado: dejar que se calmen las aguas antes de tomar decisiones.

Es imposible organizar un plan o una idea inteligente si estamos en medio de una crisis.

Y eso hice. Hablé con mis amigos más cercanos y de cada conversación sacaba una idea nueva que estudiaba a detalle antes de actuar, dejé que los días sirvieran para drenar todas las emociones, total, ¿que podía seguir saliendo mal? Ya estaba viviendo uno de los peores escenarios posibles… Y siendo como soy, luego unos cuantos días de depresión, me levanté de la cama con la determinación de, al menos, hacer mi estadía en Bogotá lo más placentera posible.

Tarjeta de transmilenio en mano y vámonos que hay mucho por conocer.

Me reencontré con buenas amistades que tenía tiempo sin ver (esta es la parte en donde  aparecen en la historia Luis y Oly, Vanessa y Beto... hasta Arístides apareció por allí, una locura pensar que ya sumamos unos 16 años de amistad y que siempre me lo consigo en los escenarios más locos del mundo).

Compartí con conocidos que se volvieron buenos amigos en solo tres semanas, aprendí a usar el sistema de transporte púbico y me caminé toda La Candelaria y Usaquen unas 4 veces. Comí en lugares divinos, tomé miles de fotos, probé casi todas las cervezas de Bogotá Beer Company, incluso me hice amiga de una chica portuguesa que vive en Bélgica y estaba de tour por Colombia. El día que Ana me invitó a salir fue perfecto. Allí estaba yo, en una mesa con 15 personas, donde ninguno hablaba español, involucrada en una conversación en portugués que entendí, al menos en un 40%.

¿Se acuerdan que justo antes de irme estaba estudiando portugués? ¿Que lindo no?.

Allí supe que no había vuelta atrás y que el único camino era seguir mi plan original. Eso era lo que quería y necesitaba: hablar otros idiomas, conocer personas nuevas, comer cosas diferentes, tener conversaciones interesantes con perfectos desconocidos, ver la vida con otra óptica, perder el miedo a ser vulnerable, la vergüenza, en definitiva: vivir.

Y cuando menos lo pensé. Ya tenía el plan listo de nuevo.

Todo pasa. Siempre. La solución siempre llega.

Y llegó tan perfecta y tan precisa que aquí estoy (por ahora), en México lindo.

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